jueves, 4 de julio de 2013

Son de Galicia

No dejaba de mirar a su madre. Una mirada bastante madura para un niño de esa edad. Era cuestión de meses, para que  cumpliera los seis años, esa edad en la que su educación no abarca su propia naturaleza. Lo que le rodea, lo que escucha, las normas impuestas, son las que moldean su conducta. Pero para un niño como Alejandro, su naturaleza va enlazada a  preguntar, el querer aprender, el no dejar de obtener nuevas respuestas. Siempre buscamos respuestas, hasta el eterno sueño.
–Ya hemos llegado Jandro –responde su madre con una voz cálida –, Justo aquí nos encontramos por primera vez tu padre y yo.
Ambos miraban fijamente, pero Paula, la madre, no miraba en la misma dirección que su hijo. Miraba más allá del mar. Sentada en aquel poyete, que separaba el infinito mar de la tierra, donde las olas empujaban una y otra vez la tierra. Pero los dos descansaban escuchando el aire silbar y el agua roer los pilares de la Tierra.
Mamá, ¿por qué seguimos aún aquí? ¿Podemos jugar a botar piedras?
Paula, con una tímida sonrisa, se gira y besa la cabeza de su hijo, que se agacha a coger piedras pequeñas.
–Jandro, luego jugamos. Suelta esas piedras y contempla el mar, abre tus pulmones a él y siéntete orgulloso de poder ver lo que tienes delante, ese gran espejo salado de espuma blanca que no cesa su vaivén. Somos de Galicia, somos gallegos, nuestra vida se encuentra ahí abajo, junto a la espuma salada y a esos pequeños barcos.
El pequeño Alejandro, suelta las piedras pero echa mano a la imaginación, viajando a lugares donde él es el dueño del mundo, convirtiéndose esta vez en un conocido y sanguinario pirata, de calabera en bandera negra, dueño de la mar. Moldeando sus aventuras y alejándose de todo lo que le rodea.
La madre, Paula, seguía observando el mar donde poco a poco se iba ahogando el Sol, con su hijo recostado en sus brazos.
Los barcos entraban y salían a la mar. Paula en un momento imagina el rostro de su marido en uno de esos barcos, recordando como entraba en el puerto apoyado en la popa, con una botella de Ribera del Duero celebrando después de 6 meses la llegada al puerto, agradeciéndole a la mar salada por darle de comer durante unos meses más. Suelta otra tímida sonrisa, que su hijo interpreta que es por las aventuras de piratas que vive Alejandro en su imaginación.
–Mamá… cuando sea mayor, quiero ser maestre de un barco, como papá.
Alejandro, sonriente, mira a su madre, imaginándose vestido de casaca con su sombrero de tres picos, y en su cintura una bandolera con sus dos pistolas y su sable enfundado.
–Aún queda mucho para que seas mayor, ya hablaremos de eso– responde Paula sin apartar la mirada del mar.

Paula estaba decidida hacer todo lo posible para que su hijo, Alejandro, no embarcara durante meses, en un miserable pesquero, en busca de una paga que a veces no cubre las necesidades de la familia tan pequeña como era la suya, hará todo lo posible, para que la mar, no le arrebate a su hijo. Fue algo que aún no ha acabado de superar, la pérdida de  su marido hace unos casi tres años. El expirar de su marido provocó una abismal tristeza en la que se vio enterrada con un crio de dos años y una triste paga por viuda no fue ni siquiera un empujoncito para seguir adelante. Sin fuerzas para volver a pasar por algo parecido o incluso más leve. Sabiendo que otras madres viudas, ven apenadas a sus hijos zarpar, puesto a que no conocen otra manera de ganarse unos mínimos honorarios.
Paula, no odiaba el mar, después de que le arrebatara a su marido aquel día en el que la mar advertía que no se andaba con chiquitas, lo amaba, ahí navegaba la esperanza de miles de familias. Y a parte, eran gallegos, ningún gallego podría odiar el mar. Ellos estaban formados en parte del mar.
–Son las ocho mamá, ya es la hora.
Paula observa por última vez el sol hundiéndose en el infinito mar. La mujer coge una rosa, dándole otra a su hijo, ambos la dejan caer en el mar, como todos los meses.
Alejandro y Paula se van alejando poco a poco del acantilado entre mujeres viudas vestidas de negro que lanza una flor y con ella su afecto.

Dentro de un mes, volverán.